Nadie rebaje a lágrima o reproche
esta declaración de la maestría
de Dios, que con magnífica ironía
me dio a la vez los libros y la
noche.
De esta ciudad de libros hizo
dueños
a unos ojos sin luz, que sólo
pueden
leer en las bibliotecas de los
sueños
los insensatos párrafos que ceden
las albas a su afán. En vano el día
les prodiga sus libros infinitos,
arduos como los arduos manuscritos
que perecieron en Alejandría.
De hambre y de sed (narra una
historia griega)
muere un rey entre fuentes y
jardines;
yo fatigo sin rumbo los confines
de esta alta y honda biblioteca
ciega.
Enciclopedias, atlas, el Oriente
y el Occidente, siglos, dinastías,
símbolos, cosmos y cosmogonías
brindan los muros, pero
inútilmente.
Lento en mi sombra, la penumbra
hueca
exploro con el báculo indeciso,
yo, que me figuraba el Paraíso
bajo la especie de una biblioteca.
Algo, que ciertamente no se nombra
con la palabra azar, rige estas
cosas;
otro ya recibió en otras borrosas
tardes los muchos libros y la
sombra.
Al errar por las lentas galerías
suelo sentir con vago horror
sagrado
que soy el otro, el muerto, que
habrá dado
los mismos pasos en los mismos
días.
¿Cuál de los dos escribe este poema
de un yo plural y de una sola
sombra?
¿Qué importa la palabra que me
nombra
si es indiviso y uno el anatema?
Groussac o Borges, miro este
querido
mundo que se deforma y que se apaga
en una pálida ceniza vaga
que se parece al sueño y al olvido.
Jorge Luis Borges, 1960
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