“Soportó la lluvia de su corazón, gimiendo pisó el
cielo con los ojos”.
Aida despertaba de noche a respirar el viento filtrado
por las aberturas de la puerta, había pasado 5 noches retorciendo su cuello, con sus manos sacudía el dolor, el viento la encrispaba
de calma. Augusto de 8 años contaba las
noches en que su madre se lamentaba por el dolor en la nuca, hoy se ha
escuchado un grito espantoso, el ruido cubre todo el lugar. Don Alberto sale a
ver si su hija Arminia había peleado nuevamente con su novio, el hombre decidió
coger el palín que siempre ocultaba detrás de la puerta, ésta no era la única
vez que salía a defender a su hija.
Las luces que iluminan la cuadra están más tenues que
nunca, veo una sombra corpulenta que se tambalea por los rincones de las casas,
esa sombra sólo pregunta por Arminia, -Alberto- pienso, nuevamente se escucha
un gemido bestial, inunda toda la noche, esta vez decido salir a ver de dónde
proceden los sollozos, me encuentro frente a frente con el hombre, vemos como se
abre lentamente la puerta en la casa de Aida, sale Augusto llorando, llevo mis
manos a la boca con horror, por su parte, Alberto sacude sus extremidades
soltando la herramienta, sale corriendo a
buscar el niño, lo toma entre sus brazos, la criatura hace con su cuello un sonido insoportable, se
me ponen los pelos de punta, cruje espantosamente.
Alberto lagrimea al ver el niño abandonado, lo siento conmovido,
me llama con fuerza para que le ayude a cargar el infante, me niego, ese olor,
ese hedor penetra mis entrañas, insiste, niego por segunda vez, él entra
atravesando la puerta ligeramente, deja al crío en el piso, miró hacia el
interior de la puerta, nadie se asoma, nadie, todo en silencio, el niño se ha
esfumado, no lo veo, Alberto aun no sale, no se oye ningún ruido, creo que ha
paso ½ hora, estoy acá, con frio, con miedo, ¡Alberto, Alberto!, nada, nadie,
ninguna respuesta, ¡Augusto, Aida!- me duele el cuello- ¡voy a entrar! -no-¡voy
a mi casa!, ¡Albertoooooo, carajo, voy a entrar!
En el interior
se enciende una luz, mis ojos arden, -el cuello me va a matar, me duele-, he decidido
entrar, todo está en silencio, ni un solo ruido, todo está desgastado, están
roídas las escalas, el hedor es insoportable, todo cruje al interior mientras
avanzo, la luz es opaca y no deja ver el lugar, arriba en el segundo piso se
escucha un ruido,- pisadas-, ¡Alberto!, grito,-nadie responde-, subo las
escalas, hiede aún más, hay una puerta abierta de un cuarto, se ve un espejo
inmenso, ¡Alberto, Aida, Augusto! avanzo hasta la puerta del cuarto, no hay
nadie, sólo el espejo, no refleja nada, nada, estoy delante de él, estoy sola
reflejada, sin objetos que me acompañen en la imagen, sin colores
intensificados, todo gris detrás de mí, solo yo, con mi rostro, con mis
arrugas, con mis años a cuestas, ¿quién soy?, -mis ojos transparentan la
pregunta y me cuestionan- ¿quién soy?, me pierdo fijamente en los ojos, todo
está nublado, ¿quién soy?, Alberto se refleja en el espejo, hago el intento de voltear
mi cuello, -es inútil-, el dolor es intenso, Augusto aparece a mi izquierda,
hiede como nunca, mi mirada estática y prisionera en el espejo, no puedo mover
la nuca, ¿quién es ella? ¡Arminia!, está pálida y despeinada, toma mi cuello, sus
manos están frías, los tres susurran en mi oído Aida, Aida, Aida, ¡no soy Aida!
grito ¡no soy ella!, aúllo desesperada, ¡no soy ella!, ¡no soy Aida!, miro mis
ojos nuevamente, despiertan lágrimas a cántaros, escucho en mí una voz chillona, escabrosa,
Aida, soy Aida, soy Aida.
ALEXANDER NOREÑA- PEREIRA.
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