Sobre
la noche imaginé una lluvia tempestuosa y arrogante que rompía el azul infinito del mar.
En
las largas caminatas por la playa
procuraba las reflexiones más baldías, las tardes eternas, la brisa detenida
en el tiempo, los muchos ayeres suspendidos en las olas, y los pies que
saboreaban la densa arena, mientras mi cuerpo agitado se sobrecogía, buscando
las salinas aguas.
En
la premura inusitada del alma, la aventura despertaba la humedad que los
latidos iban sumergiendo por entero todo el cuerpo: ya en las profundidades del
mar ardiente, con las manos desesperadas y los pies rasgando la superficie,
presumí de mi humanidad encantada por no sé qué luz misteriosa y mágica, atrapé
el aire enrarecido en mi boca y, sumergiéndome, vi corales, algas, peces de
múltiples colores, pulpos, cangrejos que se apareaban. Vi la danza melancólica
de las rayas y la presunción del tiburón; en éste último mis ojos se posaron
sobre su imponente aleta dorsal, mientras sus fauces se abrían, vertiginosamente,
amenazando mi vida, el crujir de los huesos y la escandalosa sangre
pronunciaron el espectáculo de horror, los desesperados gritos atestaron mi
alma, me dejé sumergir por el ahogo y la demencia, por la fascinación y el
desespero por la muerte.
Devorado,
triturado y esclarecido el crimen, sentí ser tiburón, vi corales, algas, peces
de múltiples colores, pulpos, cangrejos, vi la danza exquisita de la rayas, los
cardúmenes de atún que deleitaban mí paladar, fui asunción perfecta de la
naturaleza, ser tiburón es despertar del engaño de la asechanza y soterrar la
vanidad por el instinto.
El
sonido de los buques agrietaba la comunión del mar, el sortilegio azul, la
pomposa coralina de las profundidades. Causaba el estrepito más terrorífico,
ensordecía la primitiva comunicación entre las especies; la sordera causaba
desenfreno, los navíos sumergían grandes redes, y salían en ellas corales,
algas, peces de múltiples colores, pulpos, cangrejos, rayas, atunes y
tiburones.
Yo,
tiburón, especie de especie marina, atrapado en ensortijadas y pesadas redes. La
convulsión de mi cuerpo azaraba la intención de los hombres en proa; descendí
lentamente hasta tocar el frío ropaje del buque, frente a mis ojos escurría la
sangre y la desidia de los marineros.
Entreveradas
mis entrañas con la sangre de todas las especies cautivas, en una espesa
coladura, fui mutilado. El corte aceroso hizo crujir las ligaduras
cartilaginosas, mi cuerpo arrojado por la borda. No me hundo abrazando el
cuerpo, se queda mi extrañeza con esa parte que mis ojos fijaron. Soy aleta, soy parte incipiente y refulgente
del mar, soy pedazo de esa especie contenida en donde sea vedado el embrujo
azul y coralino, soy de la tierra y del infinito, del infortunio y del mal.
Embalado
hasta la zona de empaque, me han fijado precio, han especificado mis alcances
nutritivos y han congelado todas mis propiedades. Mi lugar, el frio, congelado,
oscuro, tumultuoso, resuena mientras se escucha el resbalar de neumáticos.
Una
parada, un resueno de estación promisoria, luego, un falso rumor de vitrina, el
rechinar de motores que pasan, el que acompasa esta huida de mi cuerpo, yo,
aleta de tiburón, ¿Qué puedo ser sin ser?,
¿de qué ventura he sido desprovisto?, o ¿es ajena mi llegada y mi partida?, ¿Ajena
para quién o para qué?. Se detiene la caravana de sonidos que transitan, se
abre una puerta que deja traslucir una luz mortecina, se aproxima una sombría
estela, arrastra con un gancho las canastas donde estamos contenidos, soy
empujado hasta sus brazos, me conduce con riesgo de caída hasta una nevera de
exhibición, soy puesto a disposición de la suerte de mi precio.
Las
luces exaltadas, hombres que van y vienen, van tomando de los anaqueles todo
cuanto creen necesitar. Soy parte de la espera minuciosa de los elementos de
segundo orden. No estoy puesto para saciar el hambre de un desventurado, un
mendigo o un desarraigado, soy silencio de pléyades, bruma de oligarcas,
vicio exótico de pusilánimes.
Se
acercan unas manos que vacilan entre los pulpines, los cangrejos y yo, ¡espero,
sin ruego, ser el elegido, la elección
es del dueño de los pasos!, siento esa cálida palpitación sudorosa que de esas
manos se desprende, siento la agitación de ese corazón que deja circular la
sangre hasta sus extremidades. Pulsando su cercanía con la mía me sube, me
examina, me seduce con una o dos palabras, -Sopa o marinado-, y me lleva, ¿para
dónde?, ¿para qué en últimas?
Ella
pronunciaba a la soledad el deseo por sopa, yo escuchaba su ruego al silencio.
Entré a un lugar ostentoso, un casa de
grandes proporciones, una cocina hecha de mármol, una estufa agigantada por su
belleza; ella, presurosa, se detiene. Toma la mejor olla de su colección, abre
el paso del agua, dos o tres setas
chinas, un filete de pechuga de pollo, sal, pimienta, jengibre, salsa negra. Siento
el decoro de todas éstas especias en mi superficie, ella me lleva con suavidad
hasta la olla hirviente, el calor hace descansar mi sobriedad.
Encima
del comedor, un solo plato servido, veo cómo ella deja escurrir sus lágrimas
sobre mí, deshilachado. El tenedor se desliza por debajo capturándome, su boca
se abre, toco su lengua que extrae mis jugos, siento la presión de sus dientes,
me engulle; soy ella, soy todo su dolor, soy todo su vientre.
Me
levanto de la silla, ha sonado la puerta principal. Camino con la pesadez del
alma agitada. Se abre la puerta, esta él ahí, detenido, furioso, con las manos
empuñadas deseosas de golpear, golpea mi vientre, mi cara, me arroja contra el
piso y me viola, sangro, sangro, sangro
con la sangre íntima del mundo que brota de la esencia, que purifica el amargo
dolor de ser todo lo que existe y no entenderlo.
Y
vuelvo a la playa deseosa de ver la noche imaginada, ver el infinito azul del
mar, donde rompen las olas.
ALEXANDER NOREÑA